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martes, 9 de diciembre de 2014

Extraños en la noche

Extraños en la noche
Intercambiando miradas
Preguntándonos en la noche
Cuáles eran las posibilidades
Frank Sinatra


El siguiente relato tiene la particularidad no sólo de ser una historia real que me sucedió; sino, además, que ocurrió anoche; mientras dormía.

O intentaba dormir...

Volví tarde en la noche de una cena familiar en la casa de mi novia, donde la carne asada había embotado cada centímetro de mi cuerpo con su sabor.
Al llegar a casa, abro la puerta y entro con la bicicleta tratando de ser lo más cauto posible para no despertar a los otros que cerca de la puerta dormían.
Dejo la bici en el comedor, abro la puerta de la cocina y salgo al patio del fondo, lugar donde se halla mi habitación, el cual estaba muy oscuro pese a la brillante luna llena del cielo.

Desde hace aproximadamente tres años, duermo en un cuarto de chucherías en el fondo de mi casa al que acondicioné y volví una habitación. Allí, pese al ladrido ocasional de algún perro, el bramido de las tormentas y el ulular del viento atravesando los clavos del pino, he logrado dormir muy cómodo al punto de lograr vencer cierto temor a los seres que habitan en las sombras de la noche.

Y ésta fue como cualquiera de esas noches.

Ya desprovisto de la ropa que llevaba puesto, abro las sábanas y entro en la cama dejando el celular en la mesa de luz a mi izquierda (acostado boca arriba); con el ventilador prendido para vencer el calor y ahuyentar los mosquitos, cerré los ojos y me preparé para dormir.

Hasta ahí todo bien.
Estaba cómodo, relajándome; sumiéndome en la negra inconsciencia que da paso a los colores del sueño, hasta que oí la respiración de algo que estaba afuera.

El aire se tornó súbitamente pesado, difícil de respirar y alguna reminiscencia instintiva me devolvió a la vigilia.
Casi sin moverme, me fui cubriendo desde el torso hasta la cabeza con la sábana en un vano intento de ser invisible a aquello que estuviera allí en la noche, esperando.

Ya tapado, me dije que era todo producto de mi imaginación y tratando de hacer frente al creciente temor, me destapo media cara y abro los ojos en la penumbra.
Contra el vidrio impreso de la ventana, una silueta humanoide, ancha y de baja estatura, se erguía del otro lado de la puerta y respiraba pesadamente empañando el cristal.
Mudo de asombro, metí la mano entre los dos colchones hasta sentir la empuñadura del machete que allí descansa, y lo extraje con una lentitud extrema.

¿Podría verme a través del vidrio deformado?¿Tendría alguna forma de saber lo que estoy haciendo?

Con el machete en mano volví a refugiarme en las sábanas a pensar un plan de acción. Mantenerme despierto y esperar que entre para clavarle un machetazo parecía ser la mejor opción.
La puerta de la habitación siempre estaba sin llave así que sería cuestión de tirar del picaporte para abrirla y...

Suena el teléfono con su estridente fanfarria de luces y vibraciones.

Dos segundos de ataque al silencio y desde el búnker de sábanas estiro el brazo para prender el velador, antes de atender; cuando una mano peluda de dedos finos y larguísimos me ase de la muñeca y me detiene el impulso con una firme y helada presión.
Tira de mi brazo y me extrae en vilo desde el fondo de la cama. Mi habitación estaba llena de aves de distintas especies y tamaños, todas posadas en cada rincón. Observándome quedas.
Vuelvo la vista hacia mi agresor y quedo paralizado ante la imagen del horror.

Era delgado, y pese a la impresión inicial debía medir unos dos metros y medio. Estaba agachado sobre mi cama; tenía una cara larga de tipo aborigen con ciertos rasgos de pájaro; en ciertas partes de su cuerpo le crecían plumas; usaba un enorme sombrero de paja, y sus ojos eran fríos y negros como los de un buho.
Quise gritar pero no pude articular sonido, me revolví tratando de soltarme pero la criatura me sostuvo impávida como si pesara lo que una pluma de cualquiera de sus aves y, mientras el terror me consumía y amenzaba con llevarse mi cordura, atiné a tirar un machetazo por puro instinto con la otra mano.
No asesté el golpe pero el ser me soltó; y, mientras caía sobre la cama, chilló enloquecido con todas sus fuerzas desapareciendo, junto con la treintena de aves, en el preciso instante que prendí la luz con un sonido de batir de alas.

Atendí el teléfono con el corazón en la boca, le dije a mi novia que había llegado bien, que estaba agitado porque me despertó súbitamente el timbre de la llamada y, saludándola, corté.

Sin apagar la luz, cerré con llaves la puerta (que permanecía cerrada) y le colgué un rosario sobre el marco.

El resto de la noche transcurrió sin más complicaciones que las propias de escuchar un agudo silbido en el patio, algo provocador, como invitándome a salir de la habitación.
Agotado y tembloroso, el sueño me llegó en un momento certero y veloz como un puñetazo y aunque quise mantenerme alerta, nuevamente la negrura de la insconsciencia se hizo carne en mí.

El sol y su calor me despertaron a las seis. Fuera, los zorzales saludaban al nuevo día con su canto. Dentro, mi habitación estaba llena de plumas de diversos tamaños y colores.
Grité histérico al confirmar que no había sido un sueño y acto seguido me miré la muñeca por la que me había inmovilizado.
Con los ojos desorbitados de terror, vi las marcas de sus garras en mi piel.


Estoy más que seguro que este no fue el final.
Que alguna otra noche volveré a escuchar su silbido y no será lejos.
Sino cerca.
Muy cerca. 


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