El lugar donde podés leer la Biblia dentro de un calefón

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miércoles, 5 de noviembre de 2014

Déjà ressenti


(Leelo con música)

-         Chau chicos, hasta mañana.
-         Chau Cami – coreamos a destiempo.

Y después el chirrido del caucho en frenada, el grito, el golpe seco y la pérdida de la noción del tiempo.

Volvemos la cabeza al unísono y salimos disparados desde la vereda al medio de la calle.
- Cami, cami, carajo reaccioná, ¡Cami! ¡Ey! Despertate, che, despertate, Camiiii, ¡Camiiiii! ¡LLAMEN A LA AMBULANCIA, POR FAVOR, QUE SE MUERE!


-         Chau chicos, hasta mañana.
-         Chau Cami – coreamos a destiempo.

Me la quedé mirando, saludó agitando la mano con una sonrisa enorme e infantiloide (sincera, como me gusta pensar) y miró a los dos lados antes de cruzar. Un Fiat Duna beige pasaba, ella cruzó justo detrás.
- ¿Qué te quedaste mirando, boludo? Vamos. – me dijo Leo sacándome de mi ensimismamiento; a paso decidido y con la mirada baja, Cami ya había llegado hasta la otra esquina y se perdía en la curva, rumbo a su casa.
- ¿Eh? No... Nada. – Balbuceé -  Me colgué en… dejá, vamos.

Hablábamos. Hablábamos y caminábamos. Alternábamos risas y cháchara con silencios y el sonido de los pisos sobre la irregularidad de las veredas.
Muy por encima de nosotros, las nubes se fueron juntando, cerrando la noche en amarronado color. Se levantó una corriente de viento frío.

Nos despedimos en la esquina de siempre, beso y abrazo canónicos de por medio; y bajando a la calle con la bicicleta, me subí.

Me gusta mucho andar de noche. Existe un aura de silencio e incertidumbre que, mezclándose con la rapidez que alcanza mi bicicleta de carreras, hacen un viaje ideal de las treinta cuadras que me separan de mi casa.

Venía pensando en la idea del atropello y sus “Quehubierapasadosi” cuando la puerta del conductor de la Toyota Hilux negra se abrió.

Ni un segundo de más para reaccionar.

Choque frontal, a 35 kilómetros por hora, de mi cabeza sin casco contra la cara interna de la puerta de la Hilux.
Sonido de tabiques rotos, voces de asombro y plástico durísimo, volando de sus goznes y rayándose en la rugosidad del asfalto.
Inmovilidad, dolor y confusión. Humedad en toda la cara, el rojo vivo manchándolo todo.
Luces en los ojos, luego la oscuridad.
Y el silencio.

Venía pensando en la idea del atropello y sus “Quehubierapasadosi” cuando la puerta del conductor de la Toyota Hilux negra se abrió y, levantando la vista, viré hacia la izquierda, esquivándola.

Los dos kilómetros restantes fueron de silencio mental y estupor.

Llegué a casa. Once treinta y siete de la noche. Ni un alma en la cuadra. Subí a la vereda con el envión de la bici, me apeé, abrí la rejita y empujé la bicicleta dentro; cerré la rejita con traba al terminar de entrar.
La llave no encaja en la cerradura, está al revés.
A riesgo de ser insultado por despertar a todos, toqué el timbre.
El martillo golpeó la campana haciendo gritar al metal con esa voz estridente de escuela.
Tres segundos.
Solté el timbre.

La inmutabilidad de la quietud fue mi única respuesta.

Trepé por el frente de la casa y estaba alcanzando el techo mientras razonaba que ni la perra había ladrado.
Diez segundos y 0.6 miligramos de adrenalina en sangre después, estaba bajando de tres en tres la escalera que da a la terraza.
La perra no estaba.
Pateé la puerta que da al patio del fondo y entré a los gritos, abriendo las puertas de todas las habitaciones.
En el baño, los cuerpos inertes y ensangrentados de mi familia me dijeron todo lo que debía saber.


Llegué a casa. Once treinta y siete de la noche. Ni un alma en la cuadra. Subí a la vereda con el envión de la bici, me apeé, abrí la rejita y empujé la bicicleta dentro; cerré la rejita con traba al terminar de entrar.
La llave no encaja en la cerradura, está al revés.
A riesgo de ser insultado por despertar a todos, toqué el timbre.
El martillo golpeó la campana haciendo gritar al metal con esa voz estridente de escuela.
Tres segundos.
Solté el timbre.
- Ya va, ya va, dejá de hacer ruido carajo que… – ruido de llave girando, puerta abriéndose - … tu hermana tiene que levantarse temprano – termina la frase mi madre, con una mirada de reproche, achinada por el sueño.

Me disculpé balbuceando palabras en voz baja y entré.



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