El lugar donde podés leer la Biblia dentro de un calefón

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jueves, 20 de noviembre de 2014

160



Una tarde primaveral, de tibio calor y cielo azul sin nubes.
Cruzo la avenida con el suéter negro puesto y el morral al hombro, bailando entre los autos, esquivando accidentes con gracia.

Frenó el 160, -¿vas hasta Córdoba al 6000? -pregunto - no sé, hasta Córdoba y Gascón voy - me responde el chofer, automatizado, programado para eso y manejar.

Voy hasta Córdoba y Dorrego - y maldigo en silencio mi desmemoria por no recordar la otra entrecalle, aunque Gascón me suena; ¿Quién te dice? tal vez tenga suerte ese día. "no tengo idea" dice la cara del chofer, el primer asiento doble está libre, pago el boleto y me siento.

A mi derecha, contra la ventana, una mujer muy obesa miraba a la calle. Lentes de sol, camisola fresca en tonos marrones, pulseras plateadas en ambas manos que tintinearon cuando se persignó, al pasar por la escuela iglesia de la Virgen Niña.

Estoy embotado, relleno de un aburrimiento y una pesadez que anclan, un jueves que debió ser viernes pero no lo fue ni lo sería jamás. Espero que la obra de teatro sea entretenida

Rock americano ochentoso, seguido en los compases por los pisotones de los zapatos del chofer en sincronía intachable.

Este hombre pudo haber sido baterista - pienso, pero abandono rápidamente esa idea, extraigo de su bolso un ejemplar prestado de Big Sur y me lo pongo a leer.

En Córdoba y Gascón te podés tomar el 140 ¿O el 142 era...? Bueno, uno rojo que va todo por Córdoba - me dice de repente la gorda y añade: - vos ibas a Córdoba y Dorrego ¿no?

Sí - y giro hacia la derecha hasta quedar tres cuartos de perfil frente a la mujer, pero sin mirarle la cara. Me sumerjo en mis propias ideas - el 140 es. El que va por Córdoba, bah, creo (de repente me había olvidado también si era 140 o 142, aunque sé que es el rojo con los números en verde) gracias.

Que difícil es leer con tantos ruidos distintos, no hay comparación con hacerlo teniendo los auriculares puestos pero no puedo escuchar música, el teléfono agoniza con la batería baja.

"Hay todas esas cosas y mis buenos pensamientos incluso en esa cancioncita que le escribo al mar "hago pis en el mar, ácido con ácido, y yo contigo", aunque tres semanas después estaría loco. Porque quién podría volverse loco estando tan tranquilo: pero un momento: hay señales de que algo está mal" Capítulo 9  - leo, y tiemblo, y  no entiendo de motivos. Me estremezco, y una angustia terrible me abraza ennegreciéndolo todo.
No lo dudo, me abrazo a la gorda y lloro en silencio.
El corpachón está húmedo y fresco, huele a perfume dulce y sudor, a almizcle y maternidad. La incertidumbre de la mujer se pierde cuando siento que me  abraza con la mano izquierda y le acaricia el pelo con la derecha.
Discúlpeme, y gracias - le digo enternecido, enjugándome los ojos pero sin mirarla a la cara, sólo a sus manos regordetas y llenas de pulseras de acero inoxidable o plata.

Veo veo...

Veo veo...

Ayyy veo veeeooo - se fastidia una nena en el asiento de atrás.  ¿Qué ves? - le responde una voz femenina a su lado.
Leo, leo y pienso, y las imágenes de Big Sur se funden con el universo a mi alrededor.
Una cosa de colóooog, mmm, de colooog ¡gojo!- dijo la nena, y a falta de una respuesta se zanjó el juego ahí.

Añoro mi música. Desde el libro, Jack Duluoz, me cuenta sus visiones y sus terrores; el delirium tremens de su alcoholismo, anticipado en la contratapa del libro.

Permiso – me dice mi vecina de asiento y ya que voy a levantarme para que pase, de yapa miro hacia el resto del colectivo; donde encuentro, solitario, un asiento individual vacío. Me cambio de asiento y la mujer se queda tal y donde está. Tal vez no quería bajarse, ¿No? Por ahí quería este asiento y se lo acabo de ganar de mano.
Como sea ahora que estoy detrás suyo la puedo ver mejor y no tenía el pelo largo como creía sino que lo lleva cortado al carré.
También puedo ver que una pelirroja preciosa de unos 25 años no me saca los ojos de encima desde que me senté ahí -  Ni lo dejará de hacer mientras dure el viaje, como podré comprobarlo levantando la vista del libro en ocasiones y mirándola directamente a los ojos

- Y Evelyn asegurando siempre que habíamos sido hechos el uno para el otro pero que su karma era servir a Cody en esta vida, y yo le creo y creo también que ella lo ama, pero ella dice “Jack, te tendré en otra vida… Y serás muy feliz” – “¿Qué?” – grito en broma, “¿Yo escalando los muros eternos del karma para escaparme de tus garras?” – “Te llevará eternidades librarte de mí” – agrega con tristeza, y me pone celoso, quiero decirle que nunca me libraré de ella – Quiero ser perseguido por toda la eternidad hasta que la capture.

Una hora y diez minutos de viaje más tarde, vuelvo a mirarla justo en el preciso instante que hace explotar un globo de chicle clavando sus ojos en los míos.
No puedo con mi genio, ardo por dentro pero no se lo voy a hacer saber así que sonrío divertido mirando a la calle y noto que voy por Gascón y estoy a dos cuadras de Córdoba.
Ser o no ser, hacer o no hacer. Nadie recuerda a los cobardes y yo tengo nada por perder y mil fantasías con pelirrojas por ganar.
Ahora o nunca, carajo - me aliento; y, aún dudando un poco, saco del bolso un cuadernito al que le rompí un pedazo de papel y la puta madre no tengo nada con que escribir, y revuelvo el bolso, mis dedos como tentáculos de un pulpo hambriento rebuscando tanto en el fondo del bolso como alimento en una gruta submarina.
Aparece la lapicera, medio explotada y llena de tinta; ruego que ande, rayo y anda y ahí nomás, firmando una obra de arte que con nuestros cuerpos todavía no pintamos, garabateo mi nombre y teléfono.

Hay una inseguridad de infante dando vueltas en mi cabeza, estoy a punto de vivir una escena de novela erótica para madres, de Readers Digest, donde algunas barreras son rotas para darle al relato esa chispa romántica que haga suspirar a doña Juana que lee mientras Roberto ronca a su lado en la noche.
Me levanto apretando sin arrugar el papel, respiro hondo – ya está, dale – voy para la puerta del fondo, paso por al lado de la colorada, nos miramos, y le dejo caer el papelito doblado entre las manos, cruzadas en la falda.
Me deslizo por la puerta del fondo, abierta por el timbre previo de alguien más, y me bajo.

Con la sangre hirviendo y el aire de campeón, espero a que el semáforo se ponga verde y cruzamos juntos – colectivo y hombre - atravesando Córdoba como el sheriff con su caballo llevado de las riendas a su lado; y no había llegado a la vereda opuesta cuando, a 20 cuadras de mi destino, miro dentro del 160 a la pelirroja, papel en mano, escribir en su teléfono.



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