Una tarde primaveral, de
tibio calor y cielo azul sin nubes.
Cruzo la avenida con el
suéter negro puesto y el morral al hombro, bailando entre los autos, esquivando
accidentes con gracia.
Frenó el 160, -¿vas hasta
Córdoba al 6000? -pregunto - no sé, hasta Córdoba y Gascón voy - me responde el
chofer, automatizado, programado para eso y manejar.
Voy hasta Córdoba y Dorrego
- y maldigo en silencio mi desmemoria por no recordar la otra entrecalle,
aunque Gascón me suena; ¿Quién te dice? tal vez tenga suerte ese día. "no
tengo idea" dice la cara del chofer, el primer asiento doble está libre,
pago el boleto y me siento.
A mi derecha, contra la
ventana, una mujer muy obesa miraba a la calle. Lentes de sol, camisola fresca
en tonos marrones, pulseras plateadas en ambas manos que tintinearon cuando se
persignó, al pasar por la escuela iglesia de la Virgen Niña.
Estoy embotado, relleno de
un aburrimiento y una pesadez que anclan, un jueves que debió ser viernes pero
no lo fue ni lo sería jamás. Espero que la obra de teatro sea entretenida
Rock americano ochentoso,
seguido en los compases por los pisotones de los zapatos del chofer en
sincronía intachable.
Este hombre pudo haber sido
baterista - pienso, pero abandono rápidamente esa idea, extraigo de su bolso un
ejemplar prestado de Big Sur y me lo pongo a leer.
En Córdoba y Gascón te podés
tomar el 140 ¿O el 142 era...? Bueno, uno rojo que va todo por Córdoba - me dice
de repente la gorda y añade: - vos ibas a Córdoba y Dorrego ¿no?
Sí - y giro hacia la derecha
hasta quedar tres cuartos de perfil frente a la mujer, pero sin mirarle la
cara. Me sumerjo en mis propias ideas - el 140 es. El que va por Córdoba, bah,
creo (de repente me había olvidado también si era 140 o 142, aunque sé que es
el rojo con los números en verde) gracias.
Que difícil es leer con
tantos ruidos distintos, no hay comparación con hacerlo teniendo los
auriculares puestos pero no puedo escuchar música, el teléfono agoniza con la
batería baja.
"Hay todas esas cosas y mis buenos pensamientos incluso
en esa cancioncita que le escribo al mar "hago pis en el mar, ácido con
ácido, y yo contigo", aunque tres semanas después estaría loco. Porque
quién podría volverse loco estando tan tranquilo: pero un momento: hay señales
de que algo está mal" Capítulo 9 - leo, y tiemblo, y no entiendo de motivos. Me estremezco, y una
angustia terrible me abraza ennegreciéndolo todo.
No lo dudo, me abrazo a la
gorda y lloro en silencio.
El corpachón está húmedo y
fresco, huele a perfume dulce y sudor, a almizcle y maternidad. La
incertidumbre de la mujer se pierde cuando siento que me abraza con la mano izquierda y le acaricia el
pelo con la derecha.
Discúlpeme, y gracias - le
digo enternecido, enjugándome los ojos pero sin mirarla a la cara, sólo a sus
manos regordetas y llenas de pulseras de acero inoxidable o plata.
Veo veo...
Veo veo...
Ayyy veo veeeooo - se
fastidia una nena en el asiento de atrás. ¿Qué ves? - le responde una voz
femenina a su lado.
Leo, leo y pienso, y las
imágenes de Big Sur se funden con el universo a mi alrededor.
Una cosa de colóooog, mmm,
de colooog ¡gojo!- dijo la nena, y a falta de una respuesta se zanjó el juego
ahí.
Añoro mi música. Desde el
libro, Jack Duluoz, me cuenta sus visiones y sus terrores; el delirium tremens
de su alcoholismo, anticipado en la contratapa del libro.
Permiso – me dice mi vecina
de asiento y ya que voy a levantarme para que pase, de yapa miro hacia el resto
del colectivo; donde encuentro, solitario, un asiento individual vacío. Me
cambio de asiento y la mujer se queda tal y donde está. Tal vez no quería
bajarse, ¿No? Por ahí quería este asiento y se lo acabo de ganar de mano.
Como sea ahora que estoy
detrás suyo la puedo ver mejor y no tenía el pelo largo como creía sino que lo
lleva cortado al carré.
También puedo ver que una
pelirroja preciosa de unos 25 años no me saca los ojos de encima desde que me
senté ahí - Ni lo dejará de hacer
mientras dure el viaje, como podré comprobarlo levantando la vista del libro en
ocasiones y mirándola directamente a los ojos
- Y Evelyn asegurando siempre que habíamos sido
hechos el uno para el otro pero que su karma era servir a Cody en esta vida, y
yo le creo y creo también que ella lo ama, pero ella dice “Jack, te tendré en
otra vida… Y serás muy feliz” – “¿Qué?” – grito en broma, “¿Yo escalando los
muros eternos del karma para escaparme de tus garras?” – “Te llevará
eternidades librarte de mí” – agrega con tristeza, y me pone celoso, quiero
decirle que nunca me libraré de ella – Quiero ser perseguido por toda la eternidad
hasta que la capture.
Una hora y diez minutos de
viaje más tarde, vuelvo a mirarla justo en el preciso instante que hace explotar
un globo de chicle clavando sus ojos en los míos.
No puedo con mi genio, ardo
por dentro pero no se lo voy a hacer saber así que sonrío divertido mirando a
la calle y noto que voy por Gascón y estoy a dos cuadras de Córdoba.
Ser o no ser, hacer o no
hacer. Nadie recuerda a los cobardes y yo tengo nada por perder y mil fantasías
con pelirrojas por ganar.
Ahora o nunca, carajo - me aliento;
y, aún dudando un poco, saco del bolso un cuadernito al que le rompí un pedazo
de papel y la puta madre no tengo nada con que escribir, y revuelvo el bolso,
mis dedos como tentáculos de un pulpo hambriento rebuscando tanto en el fondo
del bolso como alimento en una gruta submarina.
Aparece la lapicera, medio
explotada y llena de tinta; ruego que ande, rayo y anda y ahí nomás, firmando
una obra de arte que con nuestros cuerpos todavía no pintamos, garabateo mi
nombre y teléfono.
Hay una inseguridad de
infante dando vueltas en mi cabeza, estoy a punto de vivir una escena de novela
erótica para madres, de Readers Digest, donde algunas barreras son rotas para
darle al relato esa chispa romántica que haga suspirar a doña Juana que lee
mientras Roberto ronca a su lado en la noche.
Me levanto apretando sin
arrugar el papel, respiro hondo – ya está, dale – voy para la puerta del fondo,
paso por al lado de la colorada, nos miramos, y le dejo caer el papelito
doblado entre las manos, cruzadas en la falda.
Me deslizo por la puerta del
fondo, abierta por el timbre previo de alguien más, y me bajo.
Con la sangre hirviendo y el
aire de campeón, espero a que el semáforo se ponga verde y cruzamos juntos –
colectivo y hombre - atravesando Córdoba como el sheriff con su caballo llevado
de las riendas a su lado; y no había llegado a la vereda opuesta cuando, a 20
cuadras de mi destino, miro dentro del 160 a la pelirroja, papel en mano,
escribir en su teléfono.
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